Todo esto no contó para nada.  Había fuego, crepitando, crujiendo y prometiendo vida con cada llama bailando.  Se puso a desatar sus mocasines.  Estaban cubiertos por el hielo, los calcetines alemanes gruesos eran como vainas de hielo que llegaban a mitad del camino hasta las rodillas, y las cuerdas de sus mocasines eran como cables de acero enredados y anudados en una extraña confabulación.  En un momento, trató de desatar los nudos, pero pronto se dio cuenta de que era una tontería y sacó su cuchillo.

Pero antes de que pudiera cortar las cuerdas, algo sucedió.  Fue culpa suya, o, mejor dicho, se equivocó.  No debería haber colocado la fogata debajo de un pino.  Debería haberla encendido en un espacio abierto.  Pero había sido más fácil encontrar las ramitas abajo del árbol y dejarlas directamente en la fogata.  Ahora, el árbol, debajo del cual estaba haciendo el fuego, llevaba mucha nieve en sus ramas.  El viento no había soplado en semanas y cada rama estaba llena de nieve pesada.  Cada vez que recogía una ramita había agitado el árbol, una agitación casi imperceptible, en cuanto el hombre podía ver, pero una agitación suficiente para provocar el desastre.  En la parte más alta del árbol una rama volcó su carga de nieve.  Esta nieve cayó entre las ramas de abajo y por eso ellas volcaron también, descargando toda su nieve.   Este proceso siguió y se desplegó hasta que involucró al árbol entero.   Creció como una avalancha y cayó sin aviso previo sobre el hombre y la fogata.  La fogata estaba agobiada por el montón de nieve apilado sobre ella y se apagó.   Donde acababa de quemarse fuertemente momentos antes sólo había una pila de nieve desordenada.

El hombre estaba asombrado.  Fue como si justo hubiera escuchado su sentencia de muerte.  Durante un momento se quedó sentado y miró fijamente al lugar donde segundos antes había habido una fogata.  Luego se calmó.  Quizá el veterano de Arroyo Sulphur había tenido razón.  Si tan sólo hubiera tenido un compañero de sendero no hubiera estado en peligro en ese momento.  Un compañero hubiera podido encender la fogata.  Pues, fue su responsabilidad de nuevo, y esta vez no podía fallar.  Aún si lo hubiera logrado, hubiera sido probable que hubiera perdido algunos dedos del pie.  Ya debían estar congelados, e iba a tomar más tiempo hasta que la segunda fogata estuviera lista.

Tales eran sus pensamientos, pero no se quedó inquieto para pensar.  Estaba ocupado durante todo el tiempo que estaba pensando.  Hizo un nuevo cimiento para la fogata, esta vez en un espacio abierto, donde no había un árbol que pudiera borrarla.  Luego agarró un puñado de pasto seco y ramitas que se habían acumulado durante el deshielo de la primavera pasada.  Sus dedos eran inútiles y tenía que agarrarlas con las dos manos juntas.  Así agarró muchas ramitas podridas y pedazos de musgo verde que eran indeseables, pero fue lo mejor que podía hacer.   Trabajó metódicamente, recolectó con sus brazos una pila de ramas más largas para usar cuando la fogata hubiera acumulado fuerza.  Todo este tiempo, el perro estaba sentado, mirándolo con ansiedad porque lo veía como el proveedor de fuego, y el fuego estaba tardando mucho.

Cuando todo estaba listo, el hombre buscó en su bolsillo un segundo pedazo de corteza de hala.  Sabía que los pedazos estaban allí y aunque no podía sentirlos con sus dedos, podía oírlos crujiendo mientras los buscaba torpemente.  Tanto como lo intentaba, no podía agarrar y sostenerlos.  Y todo este tiempo, en su consciencia, estaba el conocimiento de cómo cada momento pasó, sus pies se estaban congelando.  Este pensamiento lo puso en pánico, pero luchó contra él y se quedó calmo.  Se puso los mitones con sus dientes, y revolvió los brazos, golpeando sus manos con toda su fuerza contra los costados.  Hizo esto sentado, luego se levantó para hacerlo mientras el perro se sentaba, su cola de lobo enrollada alrededor de sus patas delanteras, sus orejas lupinas agudas inclinadas hacia adelante, mientras lo miraba atentamente en la nieve.  Y el hombre, mientras estaba golpeando sus brazos y manos, sintió una oleada de envidia porque el perro parecía caliente y seguro en su abrigo natural.

Después de algunos momentos sintió las primeras señales lejanas de sensación en sus dedos golpeados.  El ligero hormigueo creció más fuerte hasta que empeoró en un dolor espantoso, pero el hombre lo aguantaba con satisfacción.  Quitó el mitón de su mano derecha y agarró la corteza de hala.  Los dedos expuestos se entumecieron rápidamente de nuevo.  Luego sacó sus fósforos de azufre.  Pero el frío intenso ya había sacado la vida de sus dedos.  En un intento de separar un fósforo de los otros, todos cayeron en la nieve.  Intentó agarrarlos de la nieve, pero falló.  Los dedos muertos ya no podían tocar ni agarrar.  Tenía cuidado en todo lo que hacía.  Reprimió todos los pensamientos de sus pies, dedos, nariz y mejillas congelándose y comprometió su alma entera en los fósforos.  Usó sus ojos, y cuando vio que sus dos manos rodeaban el paquete de fósforos, las cerró, o, mejor dicho, intentó con toda su voluntad cerrarlas, pero sus dedos ya no le sirvieron.  Quitó el mitón y golpeó ferozmente su mano contra su rodilla.  Luego, con las dos manos dentro los mitones, recogió los fósforos y mucha nieve también y los puso en su regazo.  Pero realmente no logró nada.

Después de una larga maniobra logró controlar los fósforos entre las palmas de sus manos y los levantó hasta su boca.  El hielo que cubría su boca crujió cuando, con un esfuerzo enorme, abrió su boca.  Contrajo la mandíbula, elevó el labio superior y trató de separar un fósforo de los demás con sus dientes.  Pudo separar uno, pero se le cayó sobre la pierna.  Al final no logró nada.  No pudo recogerlo.  Luego una idea se le ocurrió.  Recogió el fósforo entre sus dientes y lo rasgueó contra su pierna.  Veinte veces lo rasgueó hasta que finalmente encendió.  Mientras se quemaba, con su boca lo acercó a la corteza de hala.  Pero el humo del azufre quemándose entró por su nariz y luego hacia los pulmones y le causó una tos espasmódica. El fósforo cayó sobre la nieve y se apagó.

El veterano del Arroyo Sulphur tenía razón, pensó el hombre durante el momento de desesperación controlada que siguió: cuando la temperatura está debajo de cincuenta grados bajo cero, un hombre debería viajar con un compañero.  Golpeó sus manos, pero falló en lograr alguna sensación.  De repente quitó sus mitones con sus dientes.  Agarró el paquete entero de fósforos entre las bases de sus palmas.  Sus brazos, porque no estaban congelados dejaron que pudiera hacer presión contra el paquete.  Luego rasgueó todos contra su pierna.  El paquete entero estalló en llamas, ¡Setenta fósforos al mismo tiempo!  No había una brisa que pudiera apagarlos.  Volteó su cabeza al lado para evitar el humo y acercó los fósforos hacia la corteza de hala.  Se volvió consciente de una sensación en sus manos.  La carne se quemaba.  Podía olerlo.  En algún lugar muy profundo de su mente, podía sentirlo.  La sensación ligera creció en un dolor agudo.  Pero lo soportó sosteniendo la llama de los fósforos torpemente contra la corteza que no se encendió rápidamente porque su mano estaba absorbiendo la mayor parte de la llama.

Al fin, cuando no pudo aguantar más, abrió las manos abruptamente.  Los fósforos en llamas cayeron sobre la nieve, pero la corteza de hala estaba encendida.  Empezó a poner el pasto seco y las ramitas más pequeñas sobre la llama.  No podía elegir ni seleccionar, porque tenía que levantar y sostener el combustible con sus manos inútiles.  Pequeños pedazos de madera podrida y musgo verde se aferraban a las ramitas y los arrancó lo mejor que podía con sus dientes.  Cuidó las llamas torpe y cuidadosamente.  Representaban la vida y no debían perecer.  La escasez de sangre en sus extremidades hizo que su cuerpo temblara y el hombre se volvió más torpe.  Un trozo grande de musgo cayó directamente en la pequeña fogata.  Trató de quitarlo, pero estaba temblando tanto que clavó demasiado fuerte y arruinó el centro de la fogata, todo de lo que estaba quemándose se dispersó.  Trató de rearreglar el núcleo, pero a pesar del tremendo esfuerzo que hizo, estaba temblando demasiado y las ramitas estaban dispersas sin esperanza.  Cada una de ellas emitió una pequeña ráfaga de humo y se acabó.  El proveedor del fuego había fallado.  Mientras miraba a sus alrededores pensativamente, sus ojos encontraron el perro que estaba sentado al otro lado de las ruinas de la fogata haciendo movimientos agitados, levantando ligeramente primero una pata y luego la otra, y cambiando su peso de un lado al otro con leves ansias.

Al ver al perro se le ocurrió una idea drástica.  Recordó la historia de un hombre, atrapado en una tormenta de nieve, que mató a un venado y gateó dentro de su cuerpo y así se salvó.  Su idea era matar al perro para meter sus manos en su cuerpo caliente hasta que ya no estuvieran entumecidas.  Luego podría encender otra fogata.  Le habló al perro, llamándolo, pero su voz tenía un tono extraño de desesperación, que le dio miedo al perro quien nunca había escuchado al hombre hablar así.  Había un problema, y su naturaleza desconfiada olía peligro, no sabía cuál peligro, pero en algún lugar, de alguna manera, en su cerebro surgió una aprehensión hacia el hombre.  Retrocedió las orejas al sonido de la voz del hombre y sus movimientos inquietos y el cambio de su peso entre sus patas delanteras se volvieron más exagerados, pero no se acercaría al hombre.  El hombre se puso de rodillas y se acercó a él.  Pero esta postura innatural invocó aún más desconfianza y el animal caminó lentamente fuera del alcance del hombre.

El hombre se sentó en la nieve unos momentos y luchó para tranquilizarse.  Luego, con sus dientes, se puso los mitones y se levantó.  Echó una mirada a sus pies primero para asegurarse que realmente estaba de pie, porque la ausencia de sensación en sus pies lo dejó desconectado de la tierra.  Su postura erecta hizo que el perro tuviera aún más sospechas y cuando el hombre habló en un tono perentorio, con el sonido de los latigazos en su voz, el perro volvió a su servilismo usual y lo obedeció.  En el momento en que el perro estuvo dentro del alcance del hombre, el hombre perdió el control.  Extendió sus brazos hasta el perro abruptamente y le sorprendió sinceramente cuando descubrió que no podía agarrarlo porque no tenía sensación en sus manos ni la habilidad de cerrar sus dedos.  Había olvidado por el momento que estaban congelados y que el proceso de congelación todavía estaba progresando.  Todo eso pasó rápidamente y antes de que el perro pudiera escaparse, el hombre rodeó su cuerpo con sus brazos.  Así el hombre se sentó en la nieve, aferrándose al perro mientras el perro gemía y luchaba.

Pero era todo lo que el hombre podía hacer, sostener el perro con sus brazos y sentarse así.  Se dio cuenta de que no podía matarlo.  No había manera.  Con sus manos inútiles no podía sacar ni sostener su cuchillo.  Ni podía asfixiarlo.  Lo soltó y el perro huyó corriendo salvajemente con la cola entre sus patas todavía gruñendo.  Vaciló a cuarenta pies de distancia del hombre, lo miró curiosamente con sus orejas proyectadas al frente de manera erguida.  El hombre miró sus manos para encontrarlas, y descubrió que estaban colgando del extremo de sus brazos.  Le pareció curioso tener que usar sus ojos para determinar dónde estaban sus manos.  Volvió a agitar los brazos en el aire golpeándolos contra su cadera.  Lo hizo por cinco minutos, violentamente, y su corazón bombeaba suficiente sangre para que dejara de tiritar.  Pero aun así no provocó ninguna sensación en sus manos.  Le dio la impresión de que eran pesos colgando de sus brazos, pero cuando trató de buscar esta impresión, no pudo encontrarla.

Un miedo vago pero opresivo le vino.  Este miedo se volvió rápidamente profundo cuando se dio cuenta de que ya no era un asunto de perder los dedos, o las manos y pies, era un asunto de vida o muerte con poca probabilidad de vivir.  Esto lo hizo entrar en pánico entonces se volteó y corrió a lo largo del arroyo en el sendero viejo y casi imperceptible.  El perro se unió a él y mantuvo su ritmo.  Corrió a ciegas, sin propósito, con un miedo que nunca había experimentado en su vida.  Lentamente, mientras tropezaba por la nieve, empezó a ver otra vez la orilla del arroyo, los atascos de madera, los árboles sin hojas y el cielo.  Correr lo hizo sentirse mejor.  Dejó de tiritar.  Quizá, si siguiera corriendo, sus pies se descongelarían, y además, si corriera lo suficientemente lejos, alcanzaría el campamento y a sus compañeros.  Sin duda perdería algunos dedos y una parte de su cara, pero sus compañeros lo cuidarían y salvarían el resto de él después de llegar.  Al mismo tiempo tenía el pensamiento de que nunca llegaría al campamento, que estaba demasiado lejos, y que el frío tenía la ventaja y pronto estaría tieso y muerto.  Pero mantuvo este pensamiento en el fondo de su mente y negó considerarlo.  A veces demandó ser considerado, pero lo oprimió y luchó para pensar en otras cosas.

Le pareció extraño que pudiera correr de alguna forma con sus pies congelados porque no podía sentir nada cuando golpeaban la tierra y apoyaban el peso de su cuerpo.  Le parecía como si estuviera flotando arriba de la superficie sin conexión con la tierra.  En alguna parte había visto Mercurio alado, y se preguntó si Mercurio se había sentido así mientras volaba sobre la tierra.

Su teoría de correr hasta llegar al campamento y alcanzar a sus compañeros tenía una sola falla, carecía de la resistencia necesaria.  Algunas veces tropezó y finalmente, se bamboleó y cayó.  Intentó levantarse, pero falló.  Debía de sentarse y descansar, decidió, y la próxima vez solo caminaría y seguiría adelante más constante.  Mientras descansaba, recuperó su aliento y notó que se sentía un poco caliente y cómodo.  Ya no estaba tiritando, y le parecía que un resplandor de calor se había adueñado de él.  Pero, todavía cuando tocó su nariz y sus mejillas, no podía sentir nada.  Correr no las descongelaría.  Ni descongelaría sus manos y pies.  Se dio cuenta de que las partes de cuerpo congeladas se estaban extendiendo.  Trató de oprimir este pensamiento, olvidarlo y pensar en otra cosa.  Estaba consciente del pánico que le causaba y tenía miedo de esta sensación.  Pero el pensamiento persistió hasta que se manifestó como una visión de su cuerpo completamente congelado.  Lo abrumó y comenzó a correr salvajemente de nuevo.  En un momento redujo su velocidad y caminó, pero el miedo de congelarse hizo que volviera a correr.

Todo este tiempo el perro se pegó a sus talones.  Cuando cayó por segunda vez, el perro se sentó enfrente de él, curvó su cola alrededor de sus patas delanteras y lo esperó impaciente e intensamente.  El calor y la seguridad del animal enojaron al hombre y le maldijo hasta que el perro inclinó las orejas en un intento de apaciguar al hombre.  Luego el hombre empezó a tiritar más.  Estaba perdiendo la batalla contra la escarcha que estaba entrando a su cuerpo desde todas las direcciones.  Lo animó, pero sólo pudo correr cien pies más, cuando finalmente se tambaleó, tropezó y cayó de bruces.  Fue la última vez que entró en pánico.  Después de recuperar su aliento, empezó a pensar en morir con dignidad.  Pero, su mente no tenía este concepto explícitamente.  Sólo tenía la idea de que se había comportado como un payaso con la manera en que estaba corriendo como un pollo sin cabeza, pues, fue la imagen que se le vino a la cabeza.  Bueno, era su destino congelarse de todos modos entonces más vale hacerlo con dignidad.  Con esta nueva sensación de paz vino la primera pista de somnolencia.  Qué buena idea, dormir hasta que muera.  Como si hubiera recibido un anestésico.  Congelarse no era tan malo como se pensaba.  Había peores maneras de morir.

Imaginó el momento en que sus compañeros lo encontrarían el día siguiente.  De repente se vio entre ellos, andando a lo largo del sendero, buscándose a sí mismo.  Y, todavía con ellos, andaba alrededor de una curva en el sendero y se encontró en la nieve.  Ya no pertenecía a su propio cuerpo, porque estaba fuera de él, mirándose en la nieve.  La verdad es que hacía frío, pensó.  Cuando volviera y llegara a su pueblo en el sur, podría decirle a todo el mundo que verdaderamente hacía frío.  Sus pensamientos se desviaron al veterano de Arroyo Sulphur.  Podía verlo clara, calurosa y cómodamente sentado cerca de una fogata, fumando su pipa.

“Tenías razón, viejo, tenías razón,” el hombre masculló al veterano de Arroyo Sulphur.

Luego, se durmió en un sueño que le parecía el sueño más cómodo y satisfactorio que había experimentado jamás.  El perro estaba sentado frente a él esperando.  El día breve llegó a su fin con un crepúsculo lento y prolongado.  No podía ver una indicación de que el hombre iba a encender una fogata y además nunca había visto antes a ningún hombre sentado en la nieve así sin encender una fogata. Como el crepúsculo avanzaba, su deseo por el fuego lo superó, y con movimientos sin propósito, gimió suavemente, luego agachó las orejas esperando ser regañado por el hombre.  Pero el hombre se mantuvo silencioso.  Luego gimió fuertemente. Más tarde se acercó al hombre hasta que olfateó la muerte.  Lo hizo estremecerse y retroceder.  Vaciló un rato, luego aulló bajo las estrellas que estaban bailando, brincando y brillando en el cielo frío.  Luego volteó y siguió el sendero en dirección al campamento que conocía, donde había otros proveedores de comida y fuego.

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