El día había amanecido gris y frío, extremadamente gris y frío, cuando el hombre abandonó el camino principal del Yukon y subió al alto terraplén donde un sendero poco visible y raramente transitado se dirigía hacia el este por un bosque maderable lleno de pinos robustos. El terraplén era empinado, y al llegar a la cumbre, el hombre se detuvo para recuperar su aliento, perdonándose a sí mismo con el pretexto de echar un vistazo a su reloj. Eran las nueve en punto. No había sol, ni siquiera un matiz del sol, aunque no había una sola nube en el cielo. El día era claro, pero aún parecía que había una melancolía permaneciendo en el aire, una penumbra sutil que hacía que todo pareciera oscuro. Todo eso porque no había sol. Pero eso no le preocupaba al hombre. Estaba acostumbrado a la escasez de sol. Habían pasado muchos días desde que lo había visto y sabía que más días tendrían que pasar hasta que viera ese orbe alegre asomar arriba del horizonte y luego bajar inmediatamente, completamente oculto otra vez. El hombre echó una mirada sobre su hombro hasta el camino desde donde había venido. El Yukon, de una milla de anchura, yace bajo una capa de hielo de tres pies. Sobre esta había esa misma profundidad de nieve. La manta de nieve era de un blanco puro, con ondulaciones suaves donde el hielo se había roto bajo la presión de la corriente mientras se congelaba. Hacia el norte y el sur, hasta donde alcanzaba su vista, se extendía el blanco ininterrumpido, a excepción de una línea oscura que se curvaba y torcía desde la isla cubierta de pinos en el sur y luego hacia el norte donde desaparecía detrás de otra isla cubierta de pinos. Esta línea delgada y oscura era el sendero, el camino principal, que se dirigía 500 millas al sur hasta el Paso del Chilcoot, Dyea y el agua salada; y luego 70 millas al norte hasta Dawson, y aún más allá al norte por otras 1.000 millas hasta Nulato, y finalmente hasta San Michael, al lado del mar de Bering, que estaba a otras 1.500 millas más allá. Pero todo esto, el ambiente misterioso, el sendero estrecho de largo alcance, la escasez del sol en el cielo, el inmenso frío, la rareza y lo extraño de todos sus alrededores, no le impresionaron para nada al hombre. Y no porque estuviera acostumbrado a ellos. Era un recién llegado a esta tierra, un chechaquo, y era su primer invierno. El problema era que era un hombre sin imaginación. Era listo y afilado para las cosas de la vida, pero solo en las cosas, no en sus significados. Cincuenta grados bajo cero significaban 80 grados de escarcha. Tal condición le dio la impresión de frío e incomodidad, y eso fue todo. No le hizo meditar sobre su susceptibilidad, ni sobre la susceptibilidad del hombre en general, que solo era capaz de vivir entre ciertos extremos de frío y calor, y aún más no le llevó a conjeturar acerca de la inmortalidad y del lugar del hombre en el universo. Cincuenta grados bajo cero significaban un brote de frío que le daría mucha pena, del que había que protegerse con el uso de mitones, orejeras, mocasines y calcetines de lana. Cincuenta grados bajo cero eran precisamente cincuenta grados bajo cero y nada más. Que debería haber más significado era una idea que simplemente no estaba en su mente. Al voltearse para continuar, escupió especulativamente. Un chasquido explosivo lo sobresaltó. Escupió otra vez. Y de nuevo, antes de aterrizar en la nieve, la saliva crepitó. Se dio cuenta de que a cincuenta grados bajo cero la saliva crepitaba sobre la nieve, pero esta saliva había crepitado en el aire. Sin duda hacía más frío que cincuenta grados bajo cero, cuánto más bajo no sabía. Pero no le importaba la temperatura. Se dirigía al campamento de la rama izquierda del Arroyo Henderson, donde ya estaban sus compañeros. Ellos habían llegado allí desde el valle del Arroyo Indio, mientras él iba en una dirección menos directa para revisar las posibilidades de talar árboles de las islas del Río Yukon en la primavera. Llegaría al campamento a las 6, un poco después del atardecer, cierto, pero sus compañeros ya habrían llegado, encendido una fogata y preparado una cena caliente. Respecto al almuerzo, tocó con su mano un bulto que sobresalía bajo su chaqueta. También estaba bajo su camisa, envuelto en un pañuelo, en contacto con su piel desnuda porque era la única manera de evitar que se congelara. Sonrió agradablemente mientras pensaba en aquellos panecillos, cada uno rebanado y mojado en grasa de tocino, con un generoso pedazo de tocino frito adentro. Se sumergió entre los gruesos pinos. El sendero era tenue. Había caído un pie de nieve desde la última vez que el último trineo había viajado sobre él y estaba feliz de no tener un trineo y de estar viajando ligeramente. De hecho, llevaba sólo su almuerzo envuelto en el pañuelo. Sin embargo, le sorprendió mucho el frío. Sí, realmente hacía frío, decidió, mientras se frotaba la nariz y las mejillas, las dos entumecidas, con el mitón que cubría su mano. Era un hombre con una barba peluda, pero aún el pelo de su cara no protegía su nariz ni sus mejillas que sobresalían agresivamente en el aire frío. En sus talones trotaba un perro, un perro esquimal grande, aquel clásico perro lobo con un abrigo gris y sin diferencia alguna en temperamento con su hermano, el lobo salvaje. El animal se deprimió por el tremendo frío. Sabía que no era un buen día para viajar. Su instinto le avisó acerca de esta certeza mejor de lo que el juicio del hombre le dijo a sí mismo. Lo cierto es que ni siquiera hacían cincuenta grados bajo cero, hacían más de sesenta, más de setenta grados bajo cero. Hacían setenta y cinco grados bajo cero. Ya que el punto de congelación es 32 grados sobre cero, eso significaba que en realidad hacían ciento siete grados bajo el punto de congelación. El perro no sabía nada sobre termómetros. Posiblemente en su cerebro no había consciencia de una condición de tanto frío como podría haber habido en el del hombre. Pero el animal tenía su instinto. Experimentaba un temor vago pero amenazador que lo subyugaba, que lo hacía escabullirse detrás de los talones del hombre, que lo hacía preguntarse ansiosamente sobre cada uno de sus movimientos como si estuviera esperando que fuera al campamento o fuera a perseguir refugio y encender una fogata. El perro había aprendido lo que era el fuego, y lo deseaba, pero sin él, quería cavar un nido en la nieve y acurrucarse en su calor, escapándose del aire. La humedad congelada de su aliento se asentó en su pelo como un polvo fino de escarcha, especialmente su papada, su hocico y sus pestañas, todo estaba blanqueado por su aliento cristalizado. La barba roja del hombre también estaba cubierta de escarcha, pero más sólida, el yacimiento tomaba la forma de hielo que aumentaba con cada aliento húmedo que el hombre exhalaba. El hombre también estaba masticando tabaco y el bozal de hielo sostenía sus labios tan rígidamente que no podía despejar su mentón cuando expulsaba el jugo. El resultado era una barba acristalada del color y solidez de ámbar que aumentaba en tamaño a lo largo de su mentón. Si el hombre cayera, la barba se haría añicos, como vidrio, en piezas quebradizas. Pero no le molestaba el anexo. Era el castigo que todos los que masticaban tabaco tenían que padecer en este país, y el hombre había salido dos veces antes en tal brote de frío. Pero en esos momentos no hacía un frío como este, eso ya lo sabía, pero según el termómetro en Milla Sesenta, sabía que esas veces habían registrado cincuenta y cincuenta y cinco bajo cero. El hombre siguió a través del bosque por algunas millas, cruzó un área donde había un afloramiento de rocas y luego bajó la orilla de un arroyo pequeño. Este era el Arroyo Henderson, y sabía que estaba a 10 millas de distancia de la bifurcación. Miró su reloj. Eran las 10. Estaba yendo a cuatro millas por hora y calculó que llegaría a esa bifurcación a las 12 y media. Decidió celebrar eso almorzando allí. El perro otra vez se pegó a sus talones, con la cola colgando desalentadamente, mientras el hombre andaba por la cama del arroyo. El surco del sendero de trineo era claramente visible, pero una docena de pulgadas de nieve fresca cubría las huellas del último trineo. Había pasado un mes desde que el último hombre había andado en este arroyo silencioso. El hombre seguía sin parar. No era un hombre que pensaba mucho, en este momento en particular no tenía nada en lo que quería pensar a excepción de que iba a almorzar después de llegar a la bifurcación y más tarde llegaría al campamento con sus compañeros a las 6. No había nadie con quien pudiera hablar, y si hubiera habido alguien, hablar hubiera sido imposible por el bozal de hielo que cubría su boca. Así que siguió adelante monótonamente masticando su tabaco y aumentando el largo de su barba de ámbar.