De vez en cuando el pensamiento de que hacía mucho frío y que el hombre nunca había experimentado un día tan frío se reiteraba. Mientras caminaba, frotó su mejilla y nariz con el dorso de su mitón.  Lo hizo automáticamente, una vez con una mano y otra vez con la otra.  Pero, así como las frotaba, el instante en que las dejaba, sus mejillas se entumecían y después su nariz también.  Estaba seguro de que sus mejillas se estaban congelando, sabía eso, y lamentó no haber arreglado un aparato del tipo que Bud llevaba durante los brotes de frío.  Tal aparato cubría las mejillas y las protegía también.  Pero, al final, no importaba mucho.  ¿Qué tan importante eran las mejillas congeladas?  Dolorosas, sí, pero nada más, nunca era grave.

Aunque su mente estaba casi completamente vacía de pensamientos, el hombre era muy observador, y notaba los cambios en el arroyo, las curvas, los meandros y las pilas de troncos talados atascados, y siempre notaba donde ponía sus pies.  Una vez, después de una curva, se detuvo abruptamente como un caballo asustado y retrocedió algunos pasos de regreso en el sendero.  El arroyo, sabía, estaba congelado hasta el fondo, ningún arroyo podía sostener agua en ese invierno ártico, pero sabía también que había manantiales que burbujeaban desde las laderas y corrían bajo la nieve y luego sobre el hielo del arroyo.  Sabía que los brotes de frío más severos nunca congelaban esos manantiales y sabía también de su peligro.  Eran trampas.  Ocultaban charcos de agua que quizá tenían 3 pulgadas hasta 3 pies de profundidad de agua.  A veces había una piel de hielo de media pulgada de ancho y sobre eso había nieve que la cubría de modo que si un hombre cayera en el hielo, podría mojarse hasta el cinturón.

Fue por eso que había reaccionado con tal pánico.  Había sentido cómo cedió la nieve bajo sus pies y escuchó la crepitación de una capa de hielo bajo la nieve.  Y mojarse los pies significaría un problema, aún un peligro para el hombre.  Al menos significaría un retraso, porque le haría detenerse para encender una fogata y bajo su protección, desnudar sus pies mientras para secar sus calcetines y mocasines.  Estaba de pie y estudió el arroyo y sus orillas, decidió que el flujo venía desde la derecha.  Reflexionó un rato, frotando su nariz y sus mejillas, se volteó hacia la izquierda, pisando ligeramente y probando el suelo con cada paso.  Una vez que sorteó el peligro, tomó un fajo fresco de tabaco y reemprendió su camino.

En el curso de las dos horas siguientes tropezó con trampas similares algunas veces.  Normalmente la nieve arriba de los charcos se hunde y tiene una apariencia cristalizada que advierte el peligro.  Pero otra vez se llevó un susto, y una vez sospechado el peligro, obligó al perro a ir en frente.  El perro no quería ir.  Vaciló hasta que el hombre lo empujó y luego rápidamente cruzó la superficie blanca e ininterrumpida.  De repente cayó por el hielo, rengueó hasta un lado y huyó hasta tierra más firme.  Se había mojado las patas delanteras y casi inmediatamente el agua que se aferraba a él se congeló.  Rápidamente trató de lamer el hielo de sus patas, luego se acostó y empezó a morder el hielo que se había formado entre los dedos de sus patas.  Fue un acto de instinto, sólo instinto.  Permitir que el hielo se quedara entre sus dedos resultaría en patas dolorosas.  No sabía esto explícitamente.  Simplemente obedeció a un impulso misterioso que surgió desde las criptas más profundas de su ser.  Pero el hombre lo sabía, y después de juzgar la situación, quitó su mitón de la mano derecha y ayudó al perro a sacarse el hielo de las patas.  Dejó sus dedos expuestos por un solo minuto y se asombró de que sus dedos ya se habían entumecido.  Seguramente hacía frío.  Volvió a poner su mitón a toda prisa y golpeó salvajemente su mano contra su pecho.

A las doce, el día llegó a su punto más brillante.  Pero el sol estaba demasiado al sur en su viaje invernal para asomarse arriba del horizonte.  El bulto de la tierra se interponía entre él y el Arroyo Henderson, donde el hombre caminaba bajo un cielo claro al mediodía sin originar ninguna sombra.  A las doce y media precisamente, llegó a la bifurcación del arroyo. Estaba feliz con su ritmo.  Si podía seguir manteniéndolo, seguramente llegaría al campamento y estaría con sus compañeros a las 6.  Se desabotonó el abrigo y camisa y sacó su almuerzo.   Esta acción tomó menos de un cuarto de minuto, pero en ese momento breve el entumecimiento tomó control de sus dedos expuestos.  No volvió a ponerse el mitón, en lugar de eso golpeó su mano contra su pierna doce veces.   Luego se sentó sobre un tronco cubierto en nieve para almorzar.  El dolor que seguía después de golpear sus dedos contra su pierna paró tan rápidamente que se asombró.  No tuvo la oportunidad de morder el primer panecillo.  Golpeó sus dedos contra su pierna dos veces más y los volvió a meter a su mitón y luego quitó el mitón de la otra mano para comer así.  Trató de morder el panecillo, pero el bozal de hielo se lo impidió.  Se había olvidado de encender una fogata para descongelarse.  Se rio de su tontería y mientras reía, notó que los dedos de la segunda mano se habían entumecido.  También notó que el dolor de los dedos de su pie estaba desapareciendo.  Se preguntó si se habían calentado o se habían entumecido.  Los movió dentro de sus mocasines y decidió que estaban entumecidos.

Se puso el mitón apresuradamente y se levantó.  Se asustó un poco.  Dio una serie de patadas contra el suelo, hasta que le regresó la sensación en sus dedos del pie de nuevo.  “Realmente hacía frío” fue su pensamiento.  Un hombre de Sulphur Springs dijo la verdad cuando comentó qué tanto frío podía hacer en aquella región. ¡Y se rio de él cuando lo dijo!  Era evidencia de que no debes estar demasiado seguro de las cosas.  No había manera de evitarlo, hacía frío.  Caminó con zancadas grandes arriba y abajo dando patadas fuertes en el suelo mientras revolvía los brazos hasta estar seguro de haberse calentado un poco.  Luego sacó los fósforos y empezó a preparar una fogata. Del suelo, en un lugar donde el agua alta de la primavera previa había dejado un suministro de ramitas, consiguió su leña.  Trabajando con todo cuidado desde una llama pequeña, pronto logró una fogata fuerte con la que descongeló su barba de hielo y luego, bajo la protección del calor de la fogata, se comió los panecillos.  Por el momento, había vencido al frío.  El perro se relajó frente al fuego y se le acercó tanto como pudo sin chamuscarse.

Cuando el hombre terminó de comer, llenó su pipa, empezó a fumar y se relajó.  Luego se puso los mitones, colocó las orejeras de su gorra firmemente sobre sus orejas, y subió el sendero del arroyo a la izquierda.   El perro se desilusionó y se inclinó hacia el fuego.  Este hombre no sabía nada del frío.  Posiblemente todos sus antepasados habían sido ignorantes del frío, del frío extremo, del frío de ciento siete grados bajo el punto de congelación.  Pero el perro lo sabía y había heredado su sabiduría.  Sabía que no era una buena idea caminar afuera en aquel frío espantoso.  Fue el momento de acurrucarse en un agujero en la nieve y esperar hasta que una nube cubriera el frente por donde este frío había venido.  Por otro lado, no había una relación sentimental entre el hombre y el perro.  Uno era el esclavo del otro, y las únicas caricias que había recibido eran las caricias del látigo y los sonidos sordos que lo amenazaban.  Entonces el perro no se esforzó en comunicar sus deseos al hombre. No se preocupaba por el bienestar del hombre, fue por sí mismo que quería quedarse al lado del calor de la fogata.  Pero el hombre silbó, y le habló con el sonido de los latigazos, y el perro se levantó y siguió los talones de su maestro otra vez.

El hombre sacó otro fajo de tabaco y comenzó una nueva barba de ámbar.  También su aliento húmedo espolvoreó rápidamente su bigote, sus cejas y sus pestañas.  No le parecía que hubiera tantos manantiales en este lado de la bifurcación del Arroyo Henderson, y por 30 minutos el hombre no vio evidencia de ninguno.  Pero de pronto pasó algo.  Donde no había ninguna indicación, donde la nieve suave e intacta parecía sólida por debajo, el hombre se hundió.  No fue muy profundo.  Se mojó hasta la mitad de las rodillas antes de lograr quitarse del hueco que recién había hecho y se quedó a su lado.

Se enojó, y maldijo su suerte en voz alta.  Había esperado llegar al campamento de sus compañeros a las 6 y esto lo retrasaría una hora, porque necesitaría encender una fogata para secar sus mocasines y calcetines.  A esta temperatura baja sería una necesidad, eso lo sabía, entonces subió a la orilla para encontrar un buen lugar para una fogata.  Una vez arriba, enmarañado debajo de las ramas de algunos pinos pequeños había un depósito de leña, ramas y ramitas, principalmente, pero también trozos más grandes de ramas y pasto seco del año pasado.  Arregló algunos trozos de leña grande en la nieve para que sirviera como cimiento y prevenir que el fuego se hundiera en la nieve derritiéndose.  Logró una llama por frotar un fósforo contra una tira de corteza de haya que sacó de su bolsillo.  La corteza se quemó mejor que el papel.  Poniéndolo sobre el cimiento, alimentó la llama joven con hojas del pasto y las ramitas más pequeñas.

Trabajó lentamente y con cuidado, muy consciente del peligro.  Gradualmente, como la llama crecía más fuerte, aumentó el tamaño de las ramas que alimentaban al fuego.  Se agachó en la nieve, quitando las ramas de su enredo en la tierra, poniéndolas directamente en la fogata.  Sabía que no debía fallar.  Cuando hace setenta y cinco grados bajo cero, un hombre no debe fallar en su primer intento de hacer una fogata especialmente si sus pies están mojados.  Si sus pies están secos, y falla, puede correr a lo largo del sendero media milla para recuperar la circulación de la sangre.  Pero es imposible restablecer la circulación de los pies que están mojados cuando se está a setenta y cinco grados bajo cero.  No importa qué tan rápido se corra, los pies se congelarían más rápido.

El hombre ya sabía todo esto.  Los veteranos de Arroyo Sulphur se lo habían dicho el otoño previo, y ahora podía apreciar el consejo.  Ya no podía sentir nada en sus pies.  Para encender la fogata, había tenido que quitarse los mitones y debido a esto sus dedos se le habían entumecido rápidamente.  Su velocidad de 4 millas por hora había mantenido su latido a un ritmo alto, bombeando su sangre a la superficie de su cuerpo y a las extremidades.  Pero tan pronto como se detuvo, su corazón dejó de bombear tan rápidamente.  El frío castigaba sin piedad esta parte extrema y expuesta del planeta, y el hombre, donde estaba, recibió toda la fuerza del frío.  Su sangre retrocedía ante este frío intenso.  Su sangre vivía, como el perro, pero como el perro que quería huir, esconderse y cubrirse del frío temeroso.  Siempre y cuando el hombre anduviera a cuatro millas por hora, bombearía su sangre, de una manera u otra, a la superficie.  Pero ahora se escondió del frío en los recovecos más profundos de su cuerpo.  Las extremidades fueron las primeras que sintieron la ausencia de la sangre.  Sus pies mojados se congelaron más rápidamente, sus dedos se entumecieron pronto pero todavía no se congelaron.  Su nariz y mejillas ya estaban congelándose y la piel de todo su cuerpo se enfrió mientras la sangre retrocedía.

Pero estaba a salvo.  Los dedos del pie, la nariz y las mejillas sólo serían alcanzados por la escarcha, porque la fogata estaba empezando a prenderse fuertemente.  La alimentó con ramitas del tamaño de su dedo.  En otro minuto la alimentaría con ramas del tamaño de su muñeca, y luego podría quitar sus zapatos y calcetines y mientras se secaban, podría calentar sus pies desnudos cerca del fuego, frotándolos al principio, claro, con nieve.  La fogata era exitosa.  El hombre estaba a salvo.  Recordó el consejo del veterano del Arroyo Sulphur y sonrió.  El veterano había sido muy serio cuando declaró que ningún hombre debe viajar solo en el Klondike cuando hace cincuenta grados bajo cero o menos.  Pues, aquí estaba, tuvo un accidente, estaba solo y se había salvado a sí mismo.  “Aquellos veteranos eran afeminados, algunos de ellos”, el hombre pensó.  La única cosa que tenía que hacer era mantenerse calmo y todo estaría bien.  Cualquier hombre, que era un verdadero hombre, podría viajar solo.  Pero todavía le sorprendió qué tan rápido se congelaban sus mejillas y nariz.  Y nunca había imaginado que sus dedos podían apagarse tan rápidamente.  Estaban sin vida, porque apenas podía hacerlos mover para agarrar una ramita, y parecían ajenos a su cuerpo y de sí mismo.  Cuando tocaba una rama con sus dedos, tenía que mirarlas para asegurarse que las sostenía.  Los cables entre su cerebro y sus dedos estaban gravemente desconectados.

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