Cuando era niña, teníamos un patio trasero muy grande. Había césped, una casita para jugar y algunos árboles con frutas muy ricas. Mis amigos vivían muy cerca de nuestra casa y jugábamos juntos por las tardes. Siempre estábamos corriendo y escalando. Mis padres tenían miedo de que rompiésemos algo o que nos dañásemos.
Un día llegó mi padre con un regalo muy grande. Mi hermano y yo no sabíamos que pensar. No habíamos pedido nada y no podíamos pensar en lo que pudiera ser. Abrimos la caja (que era más grande que nosotros dos) y empezamos a gritar las gracias. En la caja había una cama elástica.
Mi padre la encajó y empecemos a saltar en ella. Era enrejada con plástico y parecía más segura que nuestro patio trasero. Siempre estábamos saltando en ella. Estábamos encantados con nuestro regalo y por unas semanas no decimos nada a nuestros amigos de lo que habíamos conseguidos.
Por fin, compartimos el regalo con nuestros amigos. Ellos eran tan encantados con ella como nosotros. Empecemos a jugar todos en la cama elástica. Descubrimos que cuando uno se estaba sentado en el medio, los demás podían saltar y lanzarlo a los cielos. Fue súper divertido. Todos tomaron sus turnos hasta que la más pequeña.
Cuando habíamos terminado, la chiquita, una chica mandona e irritante, nos ordenó a hacerle un turno más. Nadie quería hacerlo, pero no dejó de pedirlo. Entonces empecemos a saltar. La chiquita lanzó en el aire y cayó en su pierna izquierda. Se podía escuchar sus gritos por todo el barrio. Había roto su pierna.
Mirando atrás, quizás la cama elástica no fuera tan seguro que pensábamos.