“Nuestro matrimonio no pudo ser.” Dijo mi madre. Tocó la frente y miró la pared con una cara dramática. “Era un hombre inteligente y guapo, pero también era turco y creo que fue mujeriego.” Yo la interrumpí para alzarme en defensa de mi padre, pero no lo conseguí. “No, no. Digo la verdad. Tu padre era un gran hombre de negocios, pero un marido malísimo.”
Me miraba con sus ojos llenas de cariño. “No me mal interpretes mi amor. Lo amaba con todo el corazón. Todavía recuerdo el momento en que nos conocimos…” Seguía hablando mientras caminaba a la cocina. Podía escucharla desde mi silla al lado de la mesa. “Fue mi primer año en la escuela secundaria. Él trabajaba allí por las tardes, limpiando, corrigiendo, lo que sea. Era estudiante en la universidad y necesitaba pagar sus deudas. Era tan maduro: un hombre entre todos los chicos. Un día él estaba fregando el piso y me caí en sus brazos, tan fuertes, tan gentiles…”
Cayó en silencio y pude escuchar los ruidos que hacía nuestra estufa. Después de unos momentos empezó a hablar de nuevo. “Nos casamos cuando me gradué, y la verdad es que fui la esposa perfecta.” Rompimos en risas y por un rato no decimos nada. Apagó la estufa y apareció con un plato lleno de comida.
“Pues, la verdad es que hay solo una cosa que ese hombre me ha dado que siempre me hace feliz.” Yo, con lágrimas en mis ojos, deje de comer y la miré con dilección. “¿Está hablando de mí, mama?” Mi madre estalló en carcajadas y me respondió “Claro que no hija mía. ¡Estaba hablando de esta casa!”