Es evidente que el bautismo de una persona no regenerada no cambia en lo más mínimo el estado espiritual de dicha persona. De lo contrario, sería nuestro deber bautizar por la fuerza a todos los incrédulos. ¿Cuál es entonces el objeto de bautizar a un niño que no ha sido aún regenerado mediante la fe en Cristo? Un bautismo de este tipo sólo podría acarrear consecuencias negativas. Una de las consecuencias más inmediatas será la de confundir al niño, que tal vez pensará que es salvo por el sólo hecho de haber sido bautizado. Esto, lejos de facilitar su salvación, se convertirá en una piedra de tropiezo que le dificultará el comprender que la salvación sólo se obtiene mediante la fe, y que esta fe debe ser profesada voluntariamente para que surta efecto. Otro efecto negativo será el de confundir a la iglesia, que ya no sabrá a ciencia cierta quienes han sido incorporados al cuerpo de Cristo y quienes no. Ello redundará en una enorme cantidad de “cristianos” irredentos. Estos cristianos irredentos, como es de esperar, se comportarán en consonancia con su naturaleza no regenerada, lo que destruirá por completo la imagen pública de la iglesia y dificultará el proceso de evangelización.