Y además estaba el mal tiempo, que había arribado repentinamente al culminar el otoño. Teníamos que cerrar las persianas por las noches debido a la lluvia y el viento invernal había despojado a los árboles de sus hojas amarillentas. Éstas yacían húmedas en el piso mientras el vendaval empujaba a la lluvia contra el gran autobús verde en la terminal y mientras las ventanas del café se empañaban por completo debido al calor y al humo que despedían las personas abarrotadas en el interior del local. El café era un establecimiento triste y malamente regenteado, donde se reunían todos los alcohólicos del barrio, y que yo evitaba a causa del olor a transpiración rancia y del hedor acre a borrachera que primaban en el lugar. Los clientes del café estaban siempre borrachos, tanto los hombres como las mujeres. A causa de su pobreza, se emborrachaban mayormente con vino barato que compraban por litro o por medio litro. Es verdad que el café ofrecía diversos aperitivos de nombre altisonante, pero pocos podían costearlos, excepto tal vez como un primer trago, como una base, sobre la cual depositarían luego varias capas de vino de ínfima calidad. En fin, el café era como la letrina de la rue Mouffetard, ese angosto mercadillo atiborrado de gente que culminaba en la plaza. Toda la tristeza de la ciudad arribó de improviso, con las primeras lluvias frías del invierno.

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