Dos días después, siento en la cocina de mis padres, esperando la noche. Me riendo y enciendo otro cigarrillo a pesar de que anoche el Director general de Salud Pública apareció en la televisión y nos regañó a todos, intentando convencernos de que fumar nos va a matar. Pero una vez mamá me dijo que besar con lengua me pondría ciego y estoy empezando a pensar que todo es un gran plan entre el director y mamá para asegurarse que nadie puede divertirse. 

A las ocho por la misma noche, estoy tropezando por la calle de Aibileen tan discreto como sea posible cuando se lleva una máquina de escribir pesada. Toco la puerta, bajo, ya muriendo por otro cigarrillo para calmar los nervios. Aibileen responde y entro a hurtadillas. Usa el mismo vestido verde y zapatos negros como la vez anterior. 

La cocina mida más o menos la mitad del salón, y hace más calor. Huele de té y limón. Se fregó el suelo blanco y negro hasta que es fino. Apenas hay espacio para el servicio de té chinés. Pongo la máquina de escribir en una mesa roja y rascada bajo la ventana. Aibileen empieza a verter la agua caliente en la tetera. 

"Nada para mí, gracias", digo y saco algo de mi bolsa. "Nos traje unas bebidas si quieres una". He intentado pensar en maneras para que Aibileen se sienta más cómoda. Número uno: no haga Aibileen sentirse que tiene que servirme.

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