En aquela época yo tenía doce años, y entendía que era responsable por el catástrofe de Jacob y por su soledad. Sabía que, si no fuera por mí y lo que hice, mi madre habría concendido su deseo, habría sucumbido a sus súplicas, y se le habría casado. Como si estuviera en una caja, me escondí de mis tres padres los secretos sobre él y ella. No les revelé por qué ella se comporta así ni por qué escogió ese marido. No les revelé que, mientras me sentí en mi caja de observación, camuflado con las ramas y la césped, yo también vi a seres humanos, y no sólo cuervos.
Ni les conté sobre la burla y el desdén, lo de la escuela.
"¿Cómo se llama?" se rieron los niñitos.
"¿Cómo se llama tu padre?" se burlaron los niños mayores, adiviniendo de voz alta cual de los tres era mi padre real.
Tenían miedo de Rabinovitch y Globerman, así que se aferraron a Sheinfeld, cuyo aislamiento y luto le hicieron un blanco fácil. También tenía un hábito extraño que provocó lástima en el corazón de todos: se sentaría en la parada del autobús del pueblo y diría a invitados que sólo le eran visibles a él: "entren, entren, amigos".