Te cuento una historia.

Érase una vez dos mujeres guapas e inteligentes que vivían en una casa blanca y pequeña. Las dos eran hermanas y eran muy diferentes. La mayor era rubia, alta, y caminaba como si nunca tobaba el suelo. De lejos, parecía una ángel. La menor era morena con el pelo rizado y negro como la noche. Era tan pequeña que las personas la llamaban “la hada”. Así vivían juntas la ángel y la hada por muchos años. Nadie sabía de donde habían venido, ni cuando habían aparecido en el pueblo, pero todos las amaban. Eran encantadoras, lindas y siempre tenían algo interesante que contar a la gente.

Por las tardes los niños solían juntarse en el césped de la casa blanca, escuchando historias y hablando con las hermanas. Unas veces, los niños intentaban preguntarlas por su origen. Siempre los contestaban, pero nunca con la misma historia. Una vez contaron que eran princesas. Otro día contaron que huyeron de su país maternal cuando eran niñas. Nadie sabía la verdad.

Un día, las mujeres no aparecieron para hablar con los niños en el césped. Nadie en el pueblo tenía ni un idea de donde habían metidos. No veían sus caras en el mercado, ni hablaron con ellas en la calle. ¡Habían desaparecidos! Pasaron unos meses, y los del pueblo empezaron a hablar de ellas y discutir sobre su situación. “¡Eran brujas!” Dijo una mujer, “Gracias a Dios que no están aquí.” Otro hombre no estaba de acuerdo y gritó: “¡Eran princesas de verdad, y han vuelto a sus tronos!” Poco a poco, todos en la ciudad empezaron a pelear entre ellos mismos.

Como nadie sabía la verdad, todos tenían una opinión distinta y siempre estaban discutiendo. Las vecinas ya no hablaban con cariño, las familias siempre tenían debates, y los colegas no podían trabajar juntos sin problemas. Las personas habían dejado de ser bondadosas, y empezaron a mudarse.

Cuando casi todas las personas se habían traslado, ¡las hermanas aparecieron! “¡No puede ser!” Exclamaron unos niños. “¿Dónde fueron y por qué? ¿Son Ustedes brujas o princesas?” Las hermanas, con caras llenas de confusión, respondieron. “Ninguno. Fuimos a Chicago para ayudar a nuestra madre. Somos americanas.”

Sé que esta historia no tiene sentido. Me da igual. La vida tampoco tiene sentido. 

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