Yazgo en la cama fría, rodeado de sillas vacías, flores marchitas, y una pintura descolorida que cuelga de la pared amarillenta. La habitación está a oscuras y el aire se enfría poco a poco. La luz disminuye. Todos se han ido. Se han marchado. Todavía puedo sentir el eco de sus voces mientras éstas se desvanecen. Oigo el rumor de sus pasos sobre las baldosas polvorientas de una casa olvidada. Incluso la memoria de los días felices escapa como arena fina que se desliza entre mis dedos. Un rostro querido y ardientemente anhelado, escondido por décadas en lo más recóndito del corazón cual un tesoro, se desdibuja y se transforma en la imagen de una persona desconocida. A través del vidro de la ventana puedo ver al sol hundirse en el horizonte sonrosado. El silencio se abate pesadamente sobre el asilo.   

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